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Exiliada de mí misma


Cuando dejé mi país lo hice llena de confianza, y expectativas buenas sobre mi nueva tierra.

Ni bien me aprobaron la Visa, recuerdo ir corriendo con mi marido dentro del túnel que nos transportaba al avión con el que cruzaríamos el Atlántico.


Estaba feliz de dejar el calor infernal atrás, y la corrupción que no deja oportunidades para gente que provee la mesa con el sudor de su frente.


Poco sabía que me esperaban años muy difíciles adelante.


Lidiar con duelo migratorio, y la ansiedad que brotaría como resultado del cambio de medio ambiente, y la presión del nuevo idioma al cual acostumbrarme.


Tuve que adaptarme a tantos otros cambios como el sabor de las comidas, el trato, las costumbres, un estilo de trabajo apresurado, jerárquico y estresante.


En las calles las cabecitas morenas fueron reemplazadas por cabecitas blancas, a veces hasta me sentí caminando por un paisaje lunar.


Llevaría su tiempo, años, muchos años naturalizar todo esto en mis sentidos y en mi espíritu para dejar de comparar y juzgar, aquí con allá.


Sin embargo había un problema oculto que no vislumbré con la excitación del inicio, las pocas afinidades que teníamos con mi marido.


Nuestro estilo musical era diferente. La comida a la cual le di bienvenida al inicio, dio paso a la nostalgia por la sazón de las comidas de mi tierra. Las bromas que para mí eran agraciadas no lo eran para mi esposo, hasta escoger un programa de televisión que nos interesara a ambos los viernes a la noche, terminaba en pleito.

Para salvar el problema, con el tiempo dejamos de ver televisión juntos.


Nuestra crianza también establecería anclas muy diferentes en cuanto a estilos emocionales.


Yo provenía de la típica familia que abraza, da besos, y demuestra afecto entre sus miembros. Mi marido tenía otro estilo mucho más distante, donde se besa sutilmente y las caricias se dan con cautela.


En mi presente estaba ausente mi tierra, mi cultura, mis costumbres.


Paraguay es grande, mucho más grande cuando estás lejos.


No había manera de ser positiva en todo esto, no tenía sentido convertirme en una “tonta alegre”, tenía un gran desafío adelante, el aprender a lidiar con la nostalgia, o ella me destruiría.


Y caí en depresión. Viví tantos años con ese mal sin saberlo, pensé que la vida era triste.


Sin embargo nos unió una cosa con mi marido - la confianza - el sentirme protegida y cuidada en sus manos. Con eso fue creciendo el cariño en el tiempo, y fui cediendo territorio.


Muchas encajan porque han cedido territorio, pero desconectar de ti para conectar con otro, viene con un alto costo emocional.


Con el nacimiento de nuestra hija esas diferencias se volvieron difíciles de ignorar, él deseaba llevarla a los museos, bibliotecas, y zoológicos y leer cuentos en inglés. Mientras yo prefería los restaurantes, ir de compras, y almorzar en compañía de amigos de mi cultura, buscaba personas con mi afinidad emocional.


Yo abrazaba la religión católica y quería transferirle a mi hija sus rezos y creencias. Mi marido era humanista, sin la creencia en un

Dios, ni rituales religiosos, que prefiere celebrar Halloween.


Reclamé de nuevo el territorio perdido, y comenzamos a notar la distancia.

Nunca subestimes las diferencias culturales con tu pareja, porque se manifiestan en cada minuto del día.


Siempre me pregunté ¿Por qué los paraguayos en el exterior terminaban asociados con otros paraguayos y no con los locales?


Ahora tengo la respuesta: la similitud de ideas, experiencias, gustos y demostración afectiva. Tu cultura define lo aceptable e inaceptable para ti, así como lo divertido y lo no tan divertido.


La distancia de tu hogar biológico es un gran desafío, y la falta de una comunidad con quienes compartes valores y creencias similares.


En Latinoamérica somos comunitarios y solidarios, porque siempre hemos enfrentado tiempos difíciles juntos, con estructuras precarias que nos obligan a acudir al socorro de vecinos.


En Europa cuentan con mejores estructuras, pero que han desembocado en una cultura de aislamiento, sobre todo en los países del norte.


Por eso no sufrí el aislamiento en este año de pandemia, lo vengo viviendo desde más de una década.


Gran Bretaña es una isla. En Inglaterra la gran mayoría es insular, no le conoces al vecino de alado ni al del frente, a pesar de estar viviendo años en la misma calle. Es más, mientras menos te inmiscuyas en sus asuntos, eres considerado un mejor vecino.

Si tienes una emergencia, llama al 101. Si piensas suicidarte, llama a Los Samaritanos.

Hay que desmitificar al primer mundo. “Aprender a lidiar con soledad”, aquí es el primer mandamiento.


Por eso valoro la magia de poder sentarme con alguien a compartir un alimento, y disfrutarlo con el mismo placer porque compartimos un paladar gustativo similar, que surgió de la cultura y las sazones de un continente, o el sentarme a conversar sobre un tema interesante para ambos, y la intimidad que se desarrolla en un abrazo, en un beso, en una caricia, que con el tiempo forman fuertes vínculos emocionales.


Los hispanos somos seres táctiles que dan abrazos con cariño, que tocan el hombro sin malicia, y decimos palabras dulces porque así somos, sin intención de acoso.


Pero aquí, entre lo que tú dices y lo que el otro local interpreta, puede dar cabida a malos entendidos.


Es un golpe duro y fuerte el adaptarse a Europa.


Con los años he visto tanta gente llegar con las maletas llenas de sueños luego de venderlo todo en su tierra para pagarse el avión, pero no resistir el cambio, o el nivel de trabajo requerido, y regresar por el mismo rumbo que los trajo.


Algunos, a pesar de la pérdida económica lo hicieron con una enorme sonrisa, porque estaban regresando a aquellas tierras de sol, música y familia, valores invaluables que lo notaron aquí.


Miro la cortina blanca que se mueve suavemente frente a la gran ventana de vidrio que abre la visual a esplendidos edificios con estilística arquitectura. Alguien me habla en inglés sentado en un sofá, y yo le hago preguntas. En un breve instante tomo conciencia del momento y me pregunto, “¿Cuando ocurrió todo esto?” como si me despertara de un sueño, olvidando el largo trayecto de años, las enfermedades superadas, los cambios, nuevos estudios académicos y entrenamientos que me transportaron a la sala donde estoy, y en la silla en la que estoy sentada.


A veces me digo, “llegué, conseguí”, sin embargo tengo los huesos molidos.


Esa es la diferencia entre éxito, y mérito.


Mi idioma ha cambiado y mi hija me habla en este idioma, ella misma no entiende muchas de mis rebeldías.


Mi mentalidad también ha cambiado, mi visión de las cosas y mis reacciones ante la vida igualmente lo han hecho.


A veces me preguntan si con el divorcio volveré a mi tierra, pero no puedo hacerlo sin Sophia, aunque en el fondo me siento complacida de estar aquí. Al parecer mi corazón se ha partido y es un poco de aquí y un poco de allá, pero la incisión ha sido inmensamente dolora.


Ser un inmigrante duele. Es un dolor que da punzadas fuertes, porque las oportunidades no siempre son las mismas, y el trato es diferente, a veces.


Estamos en tiempos en donde la xenofobia se muestra con mayor libertad y menos vergüenza en Europa, el desprecio se volvió moneda corriente.


Las cosas no son fáciles allá, pero tampoco lo son aquí.


Sin embargo tengo mis momentos de alegría, el conducir por el campo en las mañanas viendo un paisaje místico y verde, tomar café en mi cafetería preferida, también poseo pocos amigos con quienes comparto mi cultura y sinsabores, y un trabajo que realmente le otorga significado y valor a mi existencia.


También poseo amigos ingleses, de los que hablan con sarcasmo y ocasionan risas, abrazan y tiran besos a la distancia, pero son el tipo de amigos que asistirán y llorarán genuinamente en mi funeral, y luego invitaran una ronda de Gin & Tonic.


No me nutro de decepciones y tristezas, lloro cuando hace falta.

Sin embargo reconozco que ha sido un enorme esfuerzo. Hasta me sorprende que haya sobrevivido a estos años de trabajo duro y a tiempos tan difíciles.


Le digo a mi ex, “tú eres muy diferente”, el me responde, “la diferente eres tú”. Ni en eso estamos de acuerdo.


Pero ahora somos buenos amigos. Camino como una loba con gran instinto, y con varias cicatrices que hicieron costra hace tiempo. Debo aprender a vivir sola en todo esto al reconectarme conmigo misma.


Y vengo a descubrir que ya no soy cien por ciento de mi tierra, sino también soy un poco de estos rincones, tal vez porque el viento del mar del norte me ha besado suficientes veces el semblante.


En los papeles mantengo como única ciudadanía la de mi país, que lo transporto con gran orgullo, porque de ese origen surge tanta fortaleza y resistencia a tiempos difíciles, y porque disfruto secretamente que me vean como un ser afectuoso, y en consecuencia, defectuoso para estos rincones.


(Fragmento de mi libro "El viaje de regreso a mi")

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